lunes, 7 de marzo de 2016

Mujeres

Mujeres. De esas que llevan sombrero para protegerse del sol. Que se pintan la sonrisa cada mañana y salen a la calle para no perder ni un día de su vida, sin dejarse vencer por la debilidad. Mujeres que crían nietos e hijos. Que duermen atemorizadas o que no concilian el sueño. Que caminan del brazo varios centímetros del suelo. Que se dejan llevar o que agarran fuerte las riendas de su vida. Que no pueden permitirse ni un descanso, ni una tregua.

Las ves un viernes cualquiera, de verano. Con las cejas pintadas y envueltas en su bandera de entereza. Apoyándose y apoyando, porque saben que la vida es eso. Casi te sale una reverencia además de cederles el paso. Mujeres que son una auténtica institución, que darían para escribir un libro y mil, para la película del año si es que esta etiqueta significara algo.

Abuelas que siguen levantándose antes de que salga el sol, limpian una veintena de portales antes de recoger a sus nietos del colegio, y aún sonríen cuando ponen la mesa con comida para tres generaciones. Mujeres de cartilla en mano, que reparten la paga en todo lo que da. Que ahogan sus penas en café y bendicen a la vida en lugar de culparla.

Mujeres de casa grande, enorme. En la que caben todos. Que son el último escondite de la generosidad y el anonimato. Que lavaron en el río, fregaron de rodillas y no tuvieron tiempo ni oportunidad de estudiar. Que aprendieron con la vida y renegaron de dejar lo mismo a los suyos. Que renunciaron a todo. Que descubrieron donde está la tristeza y dónde la felicidad, pero no quieren contárselo a nadie.

Que escuchan, que cuentan y que cantan. Que saben olvidar. Mujeres que ponen el bálsamo de la sonrisa sobre los problemas de la vida. Mujeres que no tienen a nadie más que a sí mismas. Mujeres que no han querido tener a nadie. Enfermeras que se han curado solas, después de poner apósitos a todos a su alrededor.

Maestras. Enseñadoras de tanto y de todo. Compartir lo que uno sabe es el mayor acto de generosidad. Mujeres que bailan cuando están solas. Madres que rien cuando las lágrimas asoman. Que acunan, que luchan sin descanso, que están al pie de cada cama, velando. Fortaleza por bandera en una mitad del mundo tan necesaria.


jueves, 3 de marzo de 2016

Febrero se llevó un ángel

La vida tiene sus contraindicaciones y muchas personas también. Por eso alguien dispuso hábilmente a una legión de ángeles entre nosotros. No son muchos ni suficientes teniendo en cuenta lo enorme que es la población mundial. También me atrevería a decir que por estas latitudes no abundan.

Los ángeles hablan bajito, y siempre después de escuchar. Cuando te miran lo hacen a los ojos, como escaneándote por dentro, y sabes que te respetan porque nunca te juzgan de antemano sino que comprenden que tienes razones, las que sean, para ser, actuar o pensar como lo haces.

Cuando tienes un problema, por mínimo que sea, los ángeles están ahí. Siempre hay una llamada, un mensaje o una caricia. Porque a los ángeles nunca se les pasa nada por alto. Están cuando tienen que estar y luego se apartan respetuosa y humildemente.

Los ángeles no piden nada a cambio. Ni se esfuerzan ni aman por recibir, porque ya se sienten satisfechos con lo que la vida les ha dado, sea un camino de rosas o de espinas. Los ángeles sonríen, siempre lo hacen, con una sonrisa amplia y sanadora. No tienen ideología, salvo la de creer en las personas y no hacer distinciones entre las buenas y las malas, ahí está su punto débil.

En todas las familias hay un ángel, y cuando se va deja huérfanos no solo a sus consanguíneos sino a cientos de otras personas a las que sonreían cada día en la tienda, en la iglesia, en el banco, en el portal, en el médico, en cualquier punto de la ciudad e incluso a miles de kilómetros. El que tenga un ángel que lo cuide, y el que no, que lo busque porque los ángeles brillan y son fáciles de encontrar.


* Delia de la Fuente Losada era nuestro ángel. Y voló al cielo el pasado 28 de febrero, muy tempranito, después de compartir sus 85 años con tantas y tantas personas.